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mercoledì 30 gennaio 2013

San José de Leonisa (1556-1612)

4 de febrero
San José de Leonisa (1556-1612)
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m. cap.
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Junto a la ventana, por la cual entra suavemente el sol mortecino del crepúsculo, Francisca Paolini, noble y rica señora de Leonisa, está sentada con la rueca a un lado, y contempla la cuna de un hijito de pocos meses que se revuelve sin poder dormir, iniciando débiles y entrecortados vagidos. Francisca ha cantado con su vocecita tenue, ha mecido la cuna, y se ha entregado a sus quehaceres vigilando el inquieto dormitar del pequeñín. Pero el niño sigue moviendo sus bracitos, abre y cierra los ojos, estira las piernas, gime como un corderillo, mientras la rueca gira acompasada bajo los dedos ágiles de la señora. De pronto, Francisca queda atónita al observar que la cuna se balancea con un blando movimiento, como impulsada por una brisa acariciante, por una mano invisible y celestial. El niño se ha dormido, y tiene prendida en los labios la sonrisa fresca de los ángeles...
Francisca corre a contárselo a su esposo Juan Desideri, y ambos se convencen de que el ángel de la guarda ha mecido la cuna del pequeño.
Esta fue la primera señal de la futura santidad de aquel niño prodigio. Crece y se desarrolla bajo la protección visible de lo alto; en la escuela de Leonisa, todos le miran como a un predestinado; es el primero en el estudio y el primero en la iglesia, el más obediente en la casa, el más caritativo con los pobres, el más casto en sus palabras y miradas.
Los amigos de Eufranio Desideri –éste era su nombre– se contagiaron pronto con la virtud y con los gustos de su compañero: le querían como a un hermano y le seguían a todas partes. En un amplio salón de su casa, Eufranio reunía a sus mejores amigos, y entre todos remedaban las funciones litúrgicas que habían visto en la parroquia: misas cantadas, novenas, procesiones. Uno tocaba la campanilla; otro armaba, con cajones y con palos, el altar que llegaba hasta el techo; otro se subía sobre una mesa, y echaba un sermón de dos minutos; otro, vestido con un blusón que le arrastraba, decía la misa en un periquete. En todos estos juegos, Eufranio hacía de obispo y de maestro de ceremonias, y no permitía jamás una burla ni una sonrisa; todo había de ser grave y santo, como en la iglesia.
Pocas más noticias sabemos de la infancia de nuestro santo. Las crónicas nos hablan de su primera comunión, que fue un día de fiesta para toda la casa y un acontecimiento para el pueblo de Leonisa, por la piedad y fervor del niño; nos cuentan su espíritu de oración y de penitencia, su horror a las malas compañías, sus estudios, la pureza virginal de sus costumbres y la santa influencia que ejercía dentro y fuera de su casa.
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Tenía alrededor de quince años cuando quedó huérfano, y fue a vivir bajo la cariñosa tutela de su tío que moraba en Viterbo. En el gimnasio de aquella ciudad continuó sus estudios con la misma aplicación, y dio pruebas de esclarecido y ágil ingenio. Un día, víspera de público certamen en la Academia, el alumno que debía defender la tesis principal cayó enfermo. Eufranio fue encargado por su tío, que era el director del gimnasio, de reemplazar al disertante. El joven tembló; pero sobreponiéndose al punto, pidió papel y libros de consulta, y preparó en pocas horas un maravilloso discurso que arrancó aplausos y vivas al distinguido auditorio.
Uno de los presentes, rico y noble caballero, quedó prendado de la elocuencia y virtud de aquel prodigioso muchacho, y pidió a su tío que se lo mandase a su casa, donde le trataría como a verdadero hijo. Tenía el caballero una hija muy querida, prodigio de hermosura y de bondad, y al momento surgió en el corazón del padre el proyecto de la felicidad de la niña: la casaría con Eufranio. Vinieron las insinuaciones, los consejos, las hábiles descripciones de un dichoso porvenir, se apeló a la influencia del tío, a quien el joven respetaba y quería como a su padre; pero los bellos proyectos se estrellaron contra la inflexible voluntad de Eufranio: «He dado mi corazón a Dios, y ninguna criatura podrá arrebatárselo.» La Providencia vino a confirmar esa noble respuesta: una larga enfermedad alejó a Eufranio de la casa del caballero y le obligó a volver a los aires nativos de Leonisa. Todos los planes de matrimonio cayeron por tierra, y el joven respiró alegremente las auras de la victoria y de la libertad.
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A principios de 1572, siguiendo un llamamiento irresistible de la divina gracia, le hallamos vistiendo el hábito de novicio capuchino en el convento «delle Carcerelle», cerca de Asís; pero sus parientes quedaron furiosos ante aquella determinación súbita e inesperada que venía a frustrar todas las esperanzas ilusionadas de la familia. Pronto idearon un plan de ataque y de conquista: una comisión de parientes, los más audaces y decididos, fueron a Asís y se presentaron en el convento reclamando a su deudo; pero las puertas de los monjes no se abrieron ante la audacia ni ante los clamores amenazantes. Algunos de los más jóvenes, viendo que perdían el tiempo en la portería, rodearon las tapias del huerto y escalaron el muro, dispuestos a llevarse a Eufranio a viva fuerza. Con gritos destemplados pidieron hablar con el novicio, y éste se presentó ante los intrusos lleno de energía y de mansedumbre. Vestido pobremente, descalzo, con los ojos bañados de luz angelical, sonriente y sereno, comenzó a reprocharles su actitud y a defender la causa de su vocación. A las pocas palabras, sus parientes parecían esclavos: se dejaron conducir como ovejas hasta la iglesia del convento, rezaron algunas oraciones, lloraron arrepentidos, y se volvieron a Leonisa vencidos por la humildad y por la firmeza del novicio. Toda la familia comprendió que aquel muchacho estaba predestinado por Dios para ser un santo...
Fray José comenzó la nueva vida con el ardor propio de las almas heroicas: odiaba la rutina y la tibieza, y jamás estaba contento con su alma, anhelando mayores trabajos y más amplios horizontes de virtud. Su mismo maestro del noviciado, Bernardo de Espoleto, se asombraba ante los rápidos progresos del joven, y le ponía como modelo de perfección, no sólo a los novicios, sino aún a los religiosos más ancianos.
El día de la profesión religiosa fue un día de soliloquios y diálogos con su alma y con su cuerpo. A éste le echó un discurso digno de Demóstenes: «Ahora, mi hermanito asno, ya no somos novicios; es menester que nos portemos como profesos; no somos bisoños, sino veteranos; y este favor hay que agradecérselo a Dios. Prepárate pues a obedecer y a no venirme con altanerías, porque si rezongas, ya verás lo que te pasa. ¡A trabajar, a sufrir, a correr! Y se acabaron las demás ocupaciones. Si quieres subir hasta el cielo, tendrás que aligerar esa demasiada carne que llevas a cuestas. Mira, gordito; hay que enflaquecer un poco para caminar más aprisa.»
En efecto, fray José comenzó a practicar un programa que da miedo. Ayunos a pan y agua, casi todo el año; sueño en pequeñas dosis; disciplinas y cilicios, hasta que la sangre saltaba. A veces, el pobre cuerpo iniciaba una protesta, y su dueño se la hacía tragar a fuerza de azotes, mientras decía estas aleluyas: «Cocea, hermano asno, patalea y gruñe... ¿Qué te habías imaginado?»
Con tan bravas medicinas, muy pronto el hermano cuerpo debió someterse a los deseos del espíritu: los ojos no miraban sino lo que debían ver; la lengua apenas se movía fuera de la oración; el estómago no recibía otros consuelos que pan duro, agua turbia, ceniza y verduras desabridas; la espalda no conocía más caricias que los pinchazos del cilicio y los golpes de los azotes.
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Nos figuramos al lector haciendo un gesto de desagrado y formulando una pregunta: «¿No es un crimen eso de castigar al cuerpo en forma tan cruel?» A eso respondo que, en efecto, sería un crimen ensañarse en nuestra carne y mortificarla, si el cuerpo fuera un dócil instrumento del espíritu. Pero, desgraciadamente, sucede todo lo contrario. Después del pecado original, «la carne desea en contra del espíritu, y el espíritu en contra de la carne», como dice el Apóstol. Nuestra vida espiritual no es otra cosa sino esa batalla perenne entre los dos elementos antagónicos que llevamos a cuestas. El predominio de la carne nos hace animales; la victoria del espíritu nos hace santos. Hay que reconocer valientemente, y sin falsos prejuicios, que la naturaleza humana tiene una funesta propensión a todo lo malo: el ojo quiere mirar sin trabas, la lengua quiere hablar sin cortapisas, el paladar prefiere el fruto prohibido. La tierra, sujeta también a las consecuencias del pecado original, produce espinas y abrojos; para que dé flores, es necesario el arado, la simiente, el cultivo. Nosotros, tierra bravía, estamos inclinados a la concupiscencia, a la ira, al orgullo, a la vanidad, al goce; y si no hay un freno que nos contenga, seríamos capaces de atropellar por todo, con tal de dar satisfacción a nuestras pasiones. Ese freno es la penitencia, bajo el impulso de la fe. Los santos, que sabían muy bien esa fuerza de nuestras malas inclinaciones, miraron a su cuerpo de la única manera racional: como al peor de los enemigos. Y como a tal trataron de domeñarle y de vencerle. Los que no son santos ni se han preocupado jamás de serlo, no acabarán de comprender esta lógica férrea y extraña de la vida espiritual.
Discúlpenos el lector la digresión ascética que le brindamos: ha sido necesaria para nuestro relato, aunque estamos convencidos de que la lección es difícil de aprender, cuando el cuerpo está acostumbrado a lozanear a sus anchas.
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Fray José, dominando perfectamente las rebeldías de la carne, se dispuso para el heroísmo en la palestra de los apóstoles, entre los cuales brilla como otro San Pablo. Ordenado de sacerdote, comenzó sus excursiones evangélicas en Italia, alternando los sermones con la oración, el bullicio de las ciudades con la soledad del claustro.
El apostolado del padre José tenía un aspecto singularmente eficaz: era la fuerza irresistible de su caridad, virtud que él sabía ejercitar como nadie, haciéndose todo para todos, dispuesto siempre a llevar el encanto del amor allí donde la amargura o el dolor mostraban sus manos escuálidas. Un día encuentra a un pobre mendigo, viejo y moribundo, abandonado a la vera del camino; lo carga sobre sus espaldas, atraviesa la ciudad entre la admiración de los habitantes, y llega al convento, donde cuida al desgraciado con exquisita delicadeza. Otro día halla a una viuda desvalida, rodeada de sus hijos hambrientos; el padre José corre a buscar alguna cosa para acallar el hambre de aquella familia; toma un puñado de legumbres, las vuelve a plantar en el huerto del convento y las bendice; a los pocos momentos, las plantas crecen, se multiplican prodigiosamente, y el santo lleva una abundante cosecha que basta para alimentar a la pobre familia durante muchos días.
A un religioso que le pedía consejos para alcanzar la santidad le respondió: «Caridad, siempre caridad. Lleva a los pobres en tu corazón y serás santo.»
A los avaros les solía reprender ásperamente, amenazándoles con castigos espantosos en pago de su avaricia.
Cuando llegaba a un convento, su primera pregunta era siempre la misma: «¿Hay algún enfermo?» Y cuando lo había, iba directamente a visitarle, le saludaba con palabras afectuosas, le contaba cuentos y le decía que los enfermos son los favoritos de Dios. Después le tomaba el pulso, le ayudaba a cambiar de posición, abría las ventanas para que entrara la alegría del aire puro y la belleza del sol, arreglaba los objetos de la celda, cantaba y reía, esparciendo el gozoso consuelo de su caridad.
En sus correrías por los pueblos de los Abruzos, campo principal de su apostolado, la caridad era lo que le impulsaba constantemente en su penoso ministerio y le hacía olvidar las exigencias del descanso y de la salud.
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Pocos misioneros ha conocido Italia más populares que San José de Leonisa. Era el prototipo del predicador que entusiasma y conmueve a los oyentes, aun a los menos dispuestos a dejarse convencer; era el sacerdote ejemplar que está persuadido de la alteza de su dignidad, de la responsabilidad de su carácter sacerdotal y de la eficacia maravillosa de la palabra divina; en el confesonario y en el lecho de los moribundos palpa todos los días los efectos sobrenaturales de la gracia de Dios, que sabe ablandar los corazones de piedra; desde el púlpito ve en los ojos de sus oyentes como en un espejo las diversas y profundas emociones que brotan en las almas, enterneciéndolas y subyugándolas. Dios le ha dado palabra fácil, llena de expresión y de viveza, palabra que sabe reír y sollozar, palabra que se oye al principio como una música, y que más tarde penetra hasta los últimos dobleces del alma, como un riego fecundo.
El padre José no es avaro de su garganta privilegiada. Cuando va a una misión no se contenta con predicar los dos sermones diarios de costumbre; recorre los pueblos vecinos, reúne a la gente y le habla en la plaza pública o en la iglesia, llama a los niños con una campanilla de agudo sonido, les catequiza, les enseña a rezar y a cantar, organiza procesiones y romerías piadosas, no descansa en todo el día. Se cuenta que en muchas ocasiones predicó ocho, diez y más veces en un solo día.
Pero no confundamos a nuestro santo con un charlatán. Su ciencia sólida y profunda, su celo devorador y su caridad multiforme nos permiten distinguir ese inagotable río de oratoria sagrada de la vana garrulería de los habladores sin tasa. Además, ya sabemos que nuestro célebre misionero es silencioso como un sepulcro, amigo de la meditación y de la soledad, cuando no le impelen a lo contrario la caridad o el deber.
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Los primeros pasos apostólicos del padre José fueron dedicados a la gente sencilla, a los pueblos humildes y laboriosos de Italia. Más tarde, encontrando pequeña su patria, pidió ser enviado a tierras de infieles, para llevar a todas partes la semilla del Evangelio. Contaba treinta y tres años, y se sentía con ánimos y fuerzas bastantes a remover el mundo; sus riquezas eran un corazón de fuego, una voz de profeta, y el hambre insaciable de los apóstoles.
Y se embarcó en un viejo navío, y llegó a Constantinopla con varios compañeros, fervientes y animosos como él. Durante el viaje, la virtud y el milagro le acompañaron y le protegieron: una furiosa tempestad tuvo que apaciguarse ante su mandato, rubricado con la señal de la cruz; un panecillo, el último de sus alforjas, se multiplicó en sus manos y fue suficiente durante un mes para toda la tripulación; varios marineros, ignorantes en asuntos religiosos, acudían todos los días al padre José y acabaron por instruirse perfectamente. Los primeros pasos por las calles de la antigua Bizancio tuvieron por guía a un bello y misterioso niño, que desapareció en forma repentina al dejar a los misioneros en lugar seguro.
Tenían los capuchinos en Constantinopla un pequeño hospicio con su capillita desvencijada y pobre. Su misión era penosa, difícil y llena de peligros: se dedicaban, entre otras cosas, a fortalecer en la fe a los cristianos y a impedir la apostasía de los cautivos que gemían en las mazmorras de los piratas turcos. Las visitas que hacían los misioneros, sus predicaciones en las cárceles, los auxilios materiales y espirituales que prodigaban, debían ser ejecutados con exquisita prudencia e innumerables cautelas, para no irritar a los mahometanos, y sustraerse a los edictos del Sultán, que había amenazado con pena de muerte a los que propagaran la fe de Cristo.
El padre José comenzó un apostolado complejo y hermoso: hacía de enfermero, de limosnero, de catequista y de consolador. «Hacía con aquellos desgraciados –dice un biógrafo– todo lo que una madre cariñosa puede hacer con un hijo muy amado.»
Muerto el superior de la misión, nuestro santo fue nombrado para sucederle, y desde entonces amplió el campo de su actividad, sin temor alguno a las consecuencias que su conducta le pudiera acarrear. Iba por las calles y predicaba a los grupos de mahometanos, sin cuidarse de los edictos del Sultán, sin parar mientes en las torvas miradas de su auditorio.
El fruto de sus trabajos era escaso, y el fogoso misionero empezó a discurrir la manera de llegar hasta el mismo palacio del soberano. Rondó varios días para ver si le sería posible burlar la vigilancia de los guardas; y al fin, una mañana, santiguándose fervorosamente, con el corazón saltándole de gozo, con la frente erguida, el paso seguro y los ojos iluminados y alegres, pasó por la «Sublime Puerta». A los pocos metros, la voz de alto de un soldado, los pescozones de los porteros y pajes, le hicieron retroceder y volverse al convento, rechazado, mas no vencido.
Varios días estuvo meditando otro plan más hacedero y seguro para renovar su tentativa, y, en efecto, volvió a entrar en el palacio por otra puerta, si no tan «sublime», más llana y de más probable éxito que la primera. Los guardas dormían beatíficamente. El capuchino, sonriente y cauteloso, contuvo el aliento, dejó las sandalias en la puerta, caminó en las puntas de los pies y comenzó a atravesar salones y pasillos. Oyó que en una sala vecina varios soldados estaban enfrascados en el juego: risas, apuestas, juramentos, canciones. «Hasta ahora vamos bien», pensó el fraile. Pero de repente, uno de los jugadores se levanta de la mesa y aparece en el corredor, frente a frente del capuchino. Aquellas pardas vestiduras, los pies descalzos, la barba, el cordón, el crucifijo, fueron para el soldado como la visión del mismo demonio. A los pocos momentos, toda la casa era un bullicio: gritos, blasfemias, palos, puntapiés. Creyeron que el fraile era un probable asesino del Sultán. La aventura tuvo un epílogo desconsolador: unos días de cárcel, de inanición; los deseos del martirio, convertidos en un poco de hambre y en algunas tandas de azotes.
Pero la tristeza del misionero pronto se trocó en la más completa alegría: un soldado le entregó un pergamino en el cual estaba escrita la sentencia de muerte. El Sultán, Amurat III, considerando la gravedad del crimen, intento de asesinato, condenaba al reo a ser suspendido de un poste hasta morir de hambre y de dolor.
Tres días y tres noches estuvo el animoso capuchino clavado de una mano y de un pie en la plaza pública; y desde aquel extraño e incómodo púlpito no cesó un momento de predicar la verdadera fe a la multitud de curiosos, hablándoles de Cristo y bendiciendo a Dios. La gente comenzó a inquietarse ante aquel espectáculo; amontonaron leña verde debajo del mártir, para ahogarle con el humo; pero la agonía se prolongaba demasiado, y el reo continuaba siempre predicando la fe. A la tercera noche, todas las ilusiones heroicas del apóstol se desvanecieron: se encontró de repente milagrosamente desclavado, vigoroso y sin heridas; y Dios le dio a entender que al punto debía tornar a Italia, donde le esperaban nuevos trabajos y nuevos combates. El santo aceptó resignado la prueba; el martirio se escapaba otra vez de sus manos anhelantes, cuando ya la corona de gloria estaba a punto de ceñir sus sienes. Pero las señales gloriosas del suplicio le duraron toda su vida: en la mano derecha y en el pie, dos cicatrices blancas y profundas daban testimonio de la fe del héroe.
El apostolado en Constantinopla no fue estéril. Un día el padre José exclamó ingenuamente: «¡Cuántas almas ha convertido este mi crucifijo!» Se cuenta, entre otros casos, la conversión de un arzobispo griego apóstata, que dejó los honores y riquezas que le brindaba el Sultán y retornó a la Iglesia Católica por la palabra persuasiva del santo capuchino.
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Vuelto a Italia el padre José, continuó impertérrito sus predicaciones, con las mismas energías de los primeros años. Entraba a veces en los salones de baile, hacía que la danza se suspendiese, y con exquisita cortesía invitaba a los asistentes a que le acompañaran hasta la iglesia; allí les hablaba con terrible acento, recordándoles la muerte, el juicio, el infierno y la vanidad de la vida presente. Las conversiones eran innumerables en todas partes por donde pasaba la austera figura del misionero.
Huía de los aplausos y buscaba con ansia los desprecios y humillaciones; predicaba con más gusto en los pueblecitos apartados que en las grandes ciudades; desafiaba las tormentas, la lluvia y la nieve, y llegó a pasar a nado torrentes y ríos para llevar su palabra y su amor a los pobres abandonados. Ardiendo siempre en inflamada caridad, parecía que esta virtud era su pasión dominante: ante una desgracia cualquiera, el corazón le hacía discurrir hábiles recursos e ingeniosos consuelos. Conocía el modo más apto y delicado para conseguir la paz entre los enemigos, sabía cómo se enjugan las lágrimas, cómo se cierran las viejas heridas, cómo se ahuyentan las tristezas y cómo se hace sonreír a un alma atribulada. Un día se encontró con dos bandos de campesinos que peleaban entre sí furiosamente. El padre José, con el crucifijo en la diestra, se puso en medio de los combatientes, y consiguió, con sus clamores de paz, que los adversarios se reconciliaran y se dieran el abrazo de la caridad.
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Los milagros se sucedían a su lado, sin que, a veces, él mismo se diera cuenta. En un viaje por el campo, comenzó a llover torrencialmente: era la hora en que debía rezar los maitines. Sacó tranquilamente su breviario y rezó el oficio en medio de un furioso aguacero; ni el libro ni el hábito del padre José se mojaron, mientras su compañero de viaje quedaba hecho una sopa.
Muchos testigos afirman que nuestro santo despedía de toda su persona una fragancia deliciosa, como flor fresca y perfumada. Raro fenómeno en un hombre que tan mal cuidaba a su cuerpo, que no se distinguía por el aseo esmerado, y que llevaba unos hábitos pobres y despreciables. El herrero que compuso un cilicio gastado y viejo del padre José decía que aquel horrible instrumento de penitencia tenía un aroma celestial, y que por su contacto se había sentido libre de una antigua y grave dolencia.
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Habiendo conocido, por especial revelación de Dios, que el fin de sus días estaba próximo, pidió permiso para ir a su pueblo natal para despedirse de sus amados compatriotas. Pasó diez días en Leonisa y volvió al convento de Amatrice, fatigado por la afectuosa despedida de sus conciudadanos, que le siguieron largo trecho por el camino. Antes de perder de vista a su pueblo, se detuvo embargado por la emoción, y con voz solemne exclamó: «Oh Leonisa, mi querida patria; ésta es la última vez que te veo, y por eso te doy mi última bendición. Yo te bendigo, bendigo tus muros, tus casas, tus habitantes, tu territorio y todo lo que hay en ti. Dios sea siempre contigo y te dé prosperidad en todas tus empresas y te mantenga siempre en la fe católica y en la práctica de la religión.» Calló un momento; y levantando la mano temblorosa, trazó la señal de la cruz sobre la amada ciudad.
En el convento de Amatrice, después de dolorosa enfermedad mitigada por los fervores y por los consuelos de los últimos sacramentos, un día, al terminar de rezar aquellas palabras de Prima: La muerte de los justos es preciosa a los ojos del Señor, se durmió piadosamente para despertar en el cielo. Era el día 4 de febrero de 1612.
Un grandioso templo, orgullo de la ciudad de Leonisa, guarda los restos preciosos del gran apóstol capuchino. La inagotable caridad que en vida fue su característica más bella, después de la muerte no se ha entibiado: el milagro florece todos los días en su sepulcro.

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San José de Leonisa, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 49-63.

Domine Iesu,
Mortificem me et vivam in te.

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